El regalo de la salvación

El Evangelio del Reino

Cuando Dios creó al hombre, lo creó con el propósito de que lo representara y estableciera su reino en la tierra. Para que esto sucediera era necesario que el hombre tuviera autoridad sobre la tierra, y le fue dada, pero también, y muy especialmente, era necesaria una relación entre Dios y el hombre basada en el amor mutuo.

Esta relación amorosa entre Dios y el hombre sería el corazón y motor que impulsaría todo lo que se hiciera dentro de su reino. No sería una relación como la de un esclavo y su amo, sino como la de un Padre y un hijo o la de un esposo con su esposa (así de amorosa, íntima y personal).

Dios tenía que hacer varias cosas para hacer posible esta relación basada en un amor muto:

1.   Crear al hombre a su imagen y semejanza para tener comunión con él –La comunión intima sólo da entre semejantes, entre seres que comparten la misma naturaleza, entre seres afines–.

2.   Darle al hombre voluntad propia para que pudiera tener la capacidad de amar –La capacidad de amar se basa en la capacidad de elegir y decidir–.

Si le daba voluntad propia al hombre, Dios corría el riesgo de que su anhelada relación con él jamás se llegara a realizar, pues el hombre podría decidir “no amar a Dios”. Pero si no lo creaba con voluntad propia, el hombre no tendría capacidad alguna de amar, haciendo imposible entablar una relación personal con él, basada en el amor mutuo.

Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, un ser espiritual con el carácter de Dios, pero además con un cuerpo físico, el cual le permitiría enseñorear y establecer el reino de Dios en la tierra. Dentro de él moraba el Espíritu de Dios, el cual le enseñaba acerca de Dios y los planes que Él tenía para su vida y sus designios para la tierra. El Espíritu Santo era la persona de contacto (el mediador) entre Dios (el Padre) y el hombre; el encargado de guiar al hombre a la realización de su propósito.

Para que se diera la relación basada en el amor, Dios le presentó a Adán la opción de elegir entre amarlo o no amarlo; por eso le dijo: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.” (Génesis 2:16-17 RV1960) Cuando Dios le dijo a Adán que moriría, ambos sabían perfectamente de qué estaban hablando. Adán sabía que si se separa a un ser viviente de su fuente, éste muere (si se separa un árbol de su fuente, es decir, de la tierra, el árbol se marchita hasta morir; un pez fuera del agua muere); por eso cuando Dios le estaba diciendo que moriría si comía del fruto, sabía que se estaba refiriendo a que iba a ser separado de Dios. (El hombre salió de Dios, Dios es su fuente, no la tierra, su cuerpo es el que proviene de la tierra, pero él es un espíritu, al igual que Dios.) Ante esta propuesta el hombre tenía la decisión de amar y quedarse con Dios (vivir), o divorciarse y separarse de él (morir).

El hombre no estimó como cosa de gran valor su relación con Dios y comió del fruto, tomando así la decisión de separarse de Dios. A Dios le dolió la decisión que tomó el hombre, pero la respetó, apartando su Espíritu Santo de él. Con esto, el hombre murió espiritualmente. Sin el Espíritu el hombre perdió la habilidad de relacionarse personalmente con Dios, así como toda posibilidad de cumplir el propósito para el cual fue creado. Ya no podía escuchar la voz de Dios ni recibir revelación acerca de él mismo, de su propósito, o de Dios; ya no podía reflejar la gloria ni el carácter de Dios. El amor por Dios, que se suponía la motivación de todo lo que hiciera el hombre, fue sustituido por la búsqueda de aceptación, valoración, seguridad, amor, propósito —cosas que tenía en un principio en su relación con Dios—.

Separado de Dios, el hombre adquirió una naturaleza corrupta y pecadora (la tendencia natural a hacer lo malo: opuesto al carácter de Dios) la cual le hacía perder el orden y armonía entre él y su entorno, condenándolo al juicio de Dios, que se revela contra toda impiedad e injusticia (contra todo lo opuesto a su carácter).

La separación de Dios y el hombre trajo consecuencias desastrosas; por un lado el hombre ya no podía cumplir con el propósito para el cual fue creado, y por otro lo condenaba al juicio de Dios por sus malas obras. La decisión que Adán tomó lo afectó a él y a todos sus descendientes, quienes heredaron, todos, la misma naturaleza pecaminosa adquirida por él cuando se separó de Dios, la cual nos inhabilita a tener comunión con Dios, reflejar plenamente su naturaleza o cumplir con su propósito, haciéndonos esclavos del pecado y condenándonos al juicio de Dios.

Sin embargo, Dios, con conocimiento previo de lo que sucedería, ya había decidido lo que iba a hacer para darle al hombre la oportunidad de volver a él, y al mismo tiempo conquistar su corazón. Sólo había una posible solución, y ya la había tomado.

En su naturaleza, Dios es amor y es justicia. Cuando el hombre pecó, por un momento las dos partes de su naturaleza entraron en conflicto. Por un lado Dios ama en gran manera al hombre y le dolió  tremendamente la separación que hubo entre él y la humanidad; pero aún así, él deseaba el bienestar de los hombres y su deseo de bendecirlos seguía presente porque aún los amaba. Pero por otro lado su carácter de justicia no le permitía pasar por alto las obras malas que el hombre comenzó a hacer por causa de la caída sin que éstas fueran castigadas, siendo el castigo maldición sobre su vida y la separación eterna entre él y Dios (muerte espiritual).

El problema era: ¿cómo podía Dios conciliar su amor por el hombre y su deseo de bendecirlo con su necesidad de hacer justicia castigando y sentenciando a muerte al hombre por el pecado que éste cometía? ¿Cómo podía reconciliar su amor por el hombre con su justicia? ¿Cómo podía Dios hacer justicia y al mismo tiempo darle una oportunidad al hombre de volver a él? La única solución era que alguien más sufriera la sentencia que el hombre merecía. Pero aún así, si toda la humanidad merecía la muerte, por cuanto todos han pecado, ¿la sentencia de qué persona podría igualar la sentencia que merecía toda la humanidad? La única persona que podría equivaler a la sentencia de toda la humanidad era Dios mismo. Puesto que la humanidad salió de Dios, Dios equivale a toda la humanidad y es el único que puede llevar sobre sí la sentencia a muerte que merece toda la humanidad.

Dios sabía esto, por eso antes de que el hombre pecara ya había decidido que daría su vida por amor al hombre. La segunda persona de la Divinidad se despojaría de su gloria y atributos divinos, tomaría forma de hombre y vendría a la tierra en el tiempo señalado para llevar sobre sí el pecado de la humanidad y pagar su sentencia. De esta manera Dios reconciliaría consigo a la humanidad, restaurando su comunión con el hombre, la presencia del Espíritu Santo en su vida y el propósito original para el cual había sido creado. Pero en esta ocasión, al igual que al principio, tampoco violentaría la voluntad del hombre, por lo que este rescate estaría a disposición sólo de los que quisieran recibirlo, es decir, los que estén dispuestos a creer que Cristo es Dios, la segunda persona de la divinidad, hecho hombre, que murió por nuestros pecados, resucitó y que su obra en la cruz es suficiente para reconciliarnos con Dios y restaurarnos al orden original.

A esta venida de Dios a la tierra se le conocía como la venida del Mesías (en hebreo), o el Cristo (en griego), “el Ungido” en español (que en pocas palabras significa “aquel en quien mora el Espíritu Santo”). Se le conocía como el Cristo porque en él moraría el Espíritu Santo como cuando moraba en el hombre antes de la caída. El Cristo sería una persona que viviría en la condición en la que vivió Adán antes de pecar; reflejaría de forma natural el carácter y la gloria de Dios, pues el Espíritu Santo moraría en él, tendría plena comunión con el Padre y cumpliría su propósito, salvaría al mundo de sus pecados y restauraría al hombre al propósito original.

Mientras llegaba el tiempo de la venida del Cristo, Dios no dejó de buscar al hombre. Desplegó su gloria de muchas maneras con el propósito de conquistar el corazón del hombre y que éste se volviera a él otra vez. A lo largo de la historia vimos su juicio y justicia desplegados sobre naciones y pueblos que persistían en el pecado, resistiéndose a arrepentirse y volverse de su maldad. Asimismo vimos su buena voluntad y paciencia al mandar continuamente profetas para convencerlos de su pecado a fin de que fueran bendecidos y no destruidos. Vimos su santidad cuando otorgó leyes y mandamientos para regir la conducta del pueblo; también su fidelidad y paciencia para socorrer vez tras vez a un pueblo infiel. También su poderío y sus milagros al liberar a una nación entera de la esclavitud, con toda clase de señales y prodigios. Vimos así mismo su soberanía sobre la voluntad de los reyes de la tierra.

Pero todo esto se desvaneció ante la gracia, la verdad y el amor que manifestó a través de Jesucristo. En él vimos a Dios, su amor y preocupación por todos nosotros. En él pudimos ver cuánto se interesa Dios por nosotros, que no nos ha dejado solos, ni abandonado, sino que está dispuesto a cargar sobre sí con todo nuestro sufrimiento, pecado y enfermedad para que podamos recibir vida plena y abundante. Tal fue su amor por nosotros que sentenció a morir a su Hijo la muerte que nosotros merecíamos. Y si este hecho por sí mismo no fuera suficiente para hacernos ver su amor, ha mandado apóstoles, evangelistas, misioneros y pastores por todo el mundo a anunciar su amor, las buenas de salvación gratuita, el regalo de la vida eterna, que es una relación íntima entre el hombre, con el Padre y su Hijo, por medio de su Espíritu Santo.

Sin embargo, muchos rechazan, una vez más, el amor de Dios cuando rechazan la salvación que él ha provisto para la humanidad. Han despreciado el tremendo acto de amor que Dios el Padre demostró al condenar a su Hijo a la muerte que la humanidad merecía. Rechazando la solución de Dios, el hombre ha buscado sus propias soluciones para recuperar lo que perdió con la caída.

En su búsqueda por sentirse justo y aceptado por Dios, el ser humano ha recurrido a la observancia de la ley, mandamientos y rituales establecidos por las religiones institucionales. Pero los mandamientos fueron dados para refrenar al pueblo de su maldad, no para restituirlos al propósito original; la ley jamás podrá quitar la naturaleza corrupta del hombre ni restaurar la presencia del Espíritu Santo en él. Sólo la fe en el sacrificio de Jesús puede santificar al pecador y restaurar el Espíritu Santo en el hombre.

En su deseo de restaurar su comunión con Dios, el hombre ha ideado sus propios métodos o rituales para lograrlo. Unos han buscado la mediación de seres “espirituales” o “iluminados”, otros han buscado a Dios en sí mismos a través de la meditación trascendental, pero la solución para restaurar la comunión con Dios no se encuentra en el hombre mismo sino en Jesús. El arrepentimiento, la fe en él, en su sacrificio y resurrección, es lo único que puede restaurar la comunión entre Dios y el hombre.

En su búsqueda de propósito, el hombre ha recurrido a filosofías y prácticas que dan razones de su existencia, pero que no concuerdan con la realidad que lo rodea; sólo ofrecen la realización en una postrer “fase” o “estado” de la persona, confinándola a vivir en un vacío espiritual y a la frustración en el presente. Cristo y su palabra es lo único que puede dar la verdadera razón de la existencia del hombre y los medios para realizarla, proveyendo los recursos para vivir una vida plena y realizada en el presente.

Ninguna solución propuesta por el hombre puede restaurarlo de las consecuencias de la caída; sólo la provisión dada por Dios a través de su Hijo puede devolvernos la comunión con Él, la presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas, y el propósito, naturaleza y poder de Dios para reflejar su gloria. Rechazar a Jesús, lo que él es e hizo, significa rechazar la única solución que la humanidad tiene.

Tal vez tú has buscado la aceptación de Dios basado en tus propios méritos, o has buscado acabar con tu naturaleza pecaminosa con tus propias fuerzas; quizá has estado tratando de encontrar propósito y sentido en tu vida. Hoy Dios te pide que te des por vencido y dejes de luchar en tus propios métodos y aceptes la solución que él te ofrece y, con ella su amor, para poder recibir todo lo que perdiste por causa del pecado.

Si estás dispuesto a arrepentirte y creer en Jesús, en lo que él hizo por ti, y seguir sus enseñanzas (ser su discípulo), dirígete a Dios con esta oración:

Dios, vengo a ti arrepentido, reconociendo que por mí mismo no puedo restaurar mi relación contigo ni cumplir el propósito para el cual me creaste. Te necesito Dios, te pido que perdones mis pecados. Hoy yo acepto tu salvación, el sacrificio que hizo Jesús por mí en la cruz, como lo único que puede volverme a unir a ti. Gracias por tu provisión. Amen

Si hiciste esta oración sinceramente, entonces has recibido al Espíritu Santo en tu vida (Ef.1:13-14), y con él el poder para vivir una vida santa. Pero de poco te servirá ese poder si no renuevas tu forma de pensar. Es necesario, por lo tanto, que busques un lugar donde se enseñe realmente La Palabra de Dios, y te comprometas a leer y estudiar La Biblia en forma personal. Te recomiendo que empieces a partir del Nuevo Testamento, Mateo. También, como Dios obra a través de las personas, necesitas congregarte con otros cristianos para que seas fortalecido en tu fe, y en tu caminar con Dios por el ministerio, el entendimiento, el testimonio y la revelación que otros hermanos han recibido. Así mismo será necesario que mantengas una vida de comunión con Dios diaria, que es el corazón de tu vida cristiana.

Todo esto te ayudará a realizar tu propósito. La provisión ya ha sido otorgada, ahora todo depende de ti.

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